La estela de los castillos

(Eduardo Rojo Díez, publicado en el DIARIO DE BURGOS el 9 de agosto de 2004)

Estoy en Frías. Es una tarde de viernes de principios del verano. Me dispongo a recorrer a pie, en dos jornadas, el sendero señalizado denominado Raíces de Castilla (PR. BU-5), hasta Oña y Poza de la Sal. Lo primero que me sorprende de esta ciudad burgalesa –la más pequeña de España, según dicen por aquí- es el puente medieval que cruza el Ebro, con sus nueve arcos y su torre defensiva. El caserío está situado en una elevación del terreno y me recuerda a las casas colgantes de Cuenca. En lo más alto se yergue el castillo, el famoso castillo de Frías, también medieval, que se alza hacia el cielo prolongando un peñasco, como un desafío del hombre a la naturaleza.

Hablo con la gente del pueblo. Me comentan que me he perdido la antigua y vistosa Fiesta del Capitán, por San Juan. También he llegado tarde –y esto ya sin remedio- a probar el chocolate y la ciruelas en almíbar que se hacían antaño en Frías.

SALIDA DE FRÍAS POR EL DESFILADERO DEL MOLINAR. El sábado por la mañana, con la mochila cargada y el sol de costado, emprendo el camino hacia Tobera. La primavera ha sido lluviosa, todo está muy verde, y me sorprenden unas islas blancas entre la vegetación: son invernaderos, un signo de la adaptación de la agricultura de Frías a los nuevos tiempos. El desfiladero del río Molinar se estrecha y se empina al llegar a la altura de la ermita de Nuestra Señora de la Hoz, una pequeña Covadonga, donde me cuentan que reposaban sus cansados huesos los peregrinos que iban en la Edad Media a encontrarse, en la llanura que se abre tras los montes Obarenes, con el camino de Santiago. La etimología del nombre del río me deja ecos de molinos movidos por la fuerza de su caudal. A mediados del siglo XIX están registrados a lo largo de su cauce nueve molinos harineros, dos de aceite de linaza y tres batanes. Cascadas y conducciones para el agua recuerdan también que un día hubo en Tobera una central eléctrica, cuya luz iluminaba los hogares de los pueblos vecinos, incluido Oña. La construyó Federico Kéller, que tiene calle principal en Frías.

castillo de frias

Poco antes de llegar a Ranera vuelvo a cruzar el río Molinar, ahora más manso. El terreno llano se perfila y el cereal y la patata sustituyen al paisaje hortelano. Ranera suena a diosa, no en vano el nombre de una divinidad estuvo en un ara romana que hubo junto a la iglesia. Los jesuitas se la llevaron al museo que tenían en Oña y ahora está en el Castillo de Javier.

El camino sigue siendo bonito y entretenido hasta Barcina de los Montes, aunque ya no tan fresco. He andado 14 kilómetros y el cuerpo me pide un descanso. Mientras doy buena cuenta de la comida que llevo en la mochila, me entero de que en Barcina encontraron un ara dedicada al dios VUROVIO, una divinidad autrigona de cuyo nombre procede el topónimo Bureba. Además, una de las piedras con las que fue construido el pórtico de su iglesia era un ara votiva romana, que ahora –como la de Ranera se encuentra en Navarra. Me recuerdan que en un lugar llamado El Prado hubo aquí un poblado romano. Pero valle abajo, a poca distancia, me hablan también de la existencia de la cueva de Penches, con grabados paleolíticos de cabras. Reanudo la marcha y la subida hasta la Sierra se me hace menos dura porque, aunque no sé muy bien el motivo, algo se ha removido en mi interior al pensar que estoy hollando caminos que hace 15.000 años recorrió el hombre prehistórico que habitó las cavernas de estas montañas. Algo sudoroso llego a la cumbre, que resulta ser un pequeño altiplano. A la izquierda dejo el pico de Pan Perdido, de más de 1.200 metros de altura, a cuyo pie estuvo vigilante el castillo de Petralata o Piedralada, que fue cabeza de alfoz. Castillo en Frías y castillo aquí, aunque apenas se puedan ver ya sus restos: fue abandonado a finales del siglo XIII.

APARICIÓN DE OÑA DESDE LAS ALTURAS. El camino discurre por el centro. Alcanzo una laguna donde hay ganado. Un pastor asa panceta en el “rescollo” (así denomina a las ascuas) que ha dejado la lumbre. Siguiendo su consejo me desvío unos pocos metros del camino oficial, hacia el sur, campo a través, y me asomo al cortado de la Sierra de Oña, en un lugar donde crece un corro de hayas, la Cironcha creo recordar que me dijo el pastor. A mis pies queda la inmensa llanura de la Bureba y en primer término la localidad de La Parte, que ha paseado estos días su luto en los telediarios. La vista desde la altura es impresionante. Ha merecido la pena salirme un poco de la ruta. Tras pasar un prado con un pilón, me adentro en una zona de pinares, en terreno ya descendente. En un cruce de caminos, junto a una gran piedra, me sorprende el alboroto de un grupo de chavales. Son de Oña y van a bajar al pueblo. Por segunda vez me aparto del trazado que marca el mapa del sendero Raíces de Castilla y, acompañado por el hatajo de chiquillos, tomo la senda de La Maza, por la que se gana tiempo. Pero no es sólo eso: a medida que descendemos en zigzag, con los buitres sobrevolando nuestras cabezas, se aparece Oña como por ensalmo, envuelta en montañas, con su magnífico monasterio y su huerta rodeada de una extensa cerca de piedra que no se abarca con la mirada. Alcanzamos la tapia en un lugar que llaman Valdoso. Los niños me relatan que allí está enterrado el dragón de no sé cuántas cabezas que degolló San Iñigo, el abad más importante que tuvo el convento benedictino, que tiene escrita vida y milagros.

fortaleza y monasterio de oņa

El Sol inclina ya sus rayos desde el oeste, pero llego a tiempo de incorporarme a la última visita guiada a la iglesia abacial, en cuyo panteón reposan los huesos de reyes. Hay una torre cilíndrica, el Cubillo la llaman, que es el resto más antiguo de la fortaleza que hubo en Oña, que también fue cabeza de alfoz. Frías, Piedralada, Oña...

Después de callejear y cenar -¡qué buenas las morcillas!- mi cuerpo agotado decide ir a dormir. La jornada ha sido dura. He caminado 27 kilómetros entre Frías y Oña. Me coge el sueño mientras pienso en las veces que tuvieron que transitar estos caminos los mensajeros del alcalde de Frías y del abad de Oña durante el conocido como “pleyto de los cien testigos”, que duró casi todo el siglo XIII. Este litigio judicial surgió por un problema de permuta de tierras –y de rentas, por consiguiente- con motivo de la fundación de Frías como villa regia. La rivalidad entre el monasterio y el concejo, entre el poder eclesiástico que dominaba la zona y el poder civil que buscaba su espacio, afectó también a los días de mercado: Alfonso VIII dispuso que Oña lo celebrara los jueves y Frías, los sábados.

POR TAMAYO, AL ENCUENTRO DE LA BUREBA. La mañana del domingo promete sol para cubrir los 16 kilómetros que separan Oña de Poza, pero de momento la niebla cabalga la sierra que está a mi derecha, en la que quedan sepultados nombres de lugares como Portillo Amargo, el Rebollar o la Buitrera. Tras cruzar el río Oca, que tardará ya poco en verter sus aguas al Ebro, llego enseguida a Tamayo, un bello pueblo del silencio, deshabitado, con casas de buena piedra... El esplendor que tuvo gracias a sus arrieros se vino abajo cuando la carretera principal dejo de seguir el trazado del viejo camino medieval y se fue de su vera. Merece la pena detenerse a recorrer sus calles abandonadas. Me llama la atención una gran pared que se levanta en la parte alta del pueblo: son los restos de una torre defensiva, la torre de los Salazar, construida en el siglo XIV. El camino continúa flanqueado por las vías ya muertas del ferrocarril Santander-Mediterráneo, que se quedó a unos pocos kilómetros de cumplir su sueño de conocer el mar Cantábrico. En Terminón, donde veo un puente antiguo que me sugieren que puede ser romano, dejo a la diestra el valle de Caderechas, donde me aseguran que es un espectáculo ver en primavera el valle pintado de blanco por los cerezos en flor. El sendero vuelve a rodearse de pinares hasta llegar a Salas de Bureba, lugar en el que se deja querer por el arroyo de Los Molinos. Sigo su curso y me encuentro con un viejo molino. Un poco más adelante tropiezo con las ruinas de una fábrica de luz, que aprovechaba la fuerza de una pequeña pero hermosa cascada de agua clara. Agua y molienda, agua y luz, lo mismo que en Tobera. El lugar es fresco y bueno para almorzar un poco. Junto a la cascada un padre narra a sus dos hijos, que le escuchan entre embelesados y escépticos, una historia que a mí me suena a leyenda conocida. Les relata que en esas aguas viven unos gnomos que por la noche tratan de cautivar a las personas con palabras engañosas, prometiéndoles tesoros que serán su perdición. Cuenta que una noche una muchacha quiso atrapar el polvo de oro de las aguas -que no era sino el reflejo de las estrellas- y se cayó a la cascada. El “enano de luz” la atrapó. Al día siguiente, su cántaro apareció roto al borde del arroyo. De noche se oye todavía su llanto... pero yo no puedo esperar tanto.

Conozco por unos paseantes que aguas arriba, a poca distancia, se hallan las ruinas del antiguo convento de San Francisco. Admiro sus bóvedas derruidas desde un altozano, ya que ahora está dentro de los límites de una finca particular y los perros no me dejan franquear la puerta. A medida que me acerco a Poza, el terreno se hace más árido y los molinos de agua se convierten en grandes aspas movidas por el viento que fabrican luz limpia en las alturas. Una ermita sin tejado, la de San Blas, me indica que estoy a punto de entrar en Poza. Un panel informativo señala que en invierno se celebra una fiesta con un baile típico, el Desjarrete.

UN CASTILLO AL PIE DEL VALLE SALADO DE POZA. La entrada a Poza desde el camino Raíces de Castilla me parece preciosa. La Fuente Vieja y los lavaderos son una bella muestra de arquitectura popular. El casco urbano es un laberinto de callejas estrechas y empinadas, con sabor medieval, con el castillo vigilante a su espalda, sobre un alto roquedo. Subo una dura cuesta hasta la fortaleza, a mi derecha admiro el valle salado, las salinas que han dado nombre a Poza, la vieja Salionca. Pienso que es una pena que las eras donde afloraba la sal estén casi todas destruidas. Alguien debería haber puesto remedio hace tiempo a este deterioro del patrimonio histórico. El Salero se lo merece. El castillo data del siglo X. Poza también fue cabeza de alfoz. Sus muros protectores también fueron utilizados, me informan, durante la Guerra de la Independencia.

castillo de poza de la sal

Es ya una buena hora para comer. Hoy, de restaurante. Mientras degusto unas chuletillas, echo la vista atrás desde este balcón de la Bureba. Frías, Piedralada, Oña, Tamayo, Poza... toda una línea fronteriza de fortalezas medievales que hicieron avanzar a los repobladores y que reforzaron la empalizada natural que significó el río Ebro y sus desfiladeros en esas luchas entre cristianos del norte y musulmanes del sur. Ahora entiendo que los castillos están en las raíces de esta tierra.

Me subo en Poza al taxi que tenía concertado y regreso a Frías, donde recojo mis cosas y vuelvo a casa en mi coche. Pienso en el bullicio que me espera en la ciudad y lo comparo con el murmullo del agua al pasar junto a los molinos, con el rumor del viento serpenteando entre los pinares... Me dan ganas de no llegar nunca a mi destino.